—También la ciudad fue usada como máquina de ejecución, por una cofradía de herejes vinculados al contrabando, que se llamaban a sí mismos los siracusanos. Cuando sospechaban que un miembro estaba por abandonar la secta, lo condenaban a muerte, pero consideraban siempre que era la ciudad la que tenía la última palabra. Uno de sus miembros cumplía el rol de verdugo. Esperaba en una habitación hasta la medianoche. Al condenado, que nada sabía de su ejecución, se lo obligaba a atravesar la ciudad y llegar hasta el cuarto elegido. Si el tramo se cumplía sin problemas, el condenado llegaba a la habitación creyendo que había alcanzado la meta y el perdón, y el verdugo lo ejecutaba con una espada normanda, apenas abría la puerta. Pero si la ciudad con su tráfico y sus inconvenientes detenía al condenado, lo desviaba, y lo retrasaba, entonces se salvaba.