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Alejandro Llano Cifuentes

Olor a yerba seca

«En un momento de estas páginas recojo algunas de las últimas palabras que Ludwig Wittgenstein dirigió a su discípula predilecta: 'Beth, he buscado la verdad'. Ojalá pudiera decir yo lo mismo, aunque sea en un tono más bajo y con un alcance más corto. Lo que sobre todo quisiera mostrar en esta primera entrega de mis memorias es mi torpe intento de unir existencialmente la indagación de las verdades filosóficas y la búsqueda de quien es Camino, Verdad y Vida. Los antiguos cristianos llamaban filosofía a la vida cristiana. Yo no confundo la una con la otra, pero estoy convencido como ellos de que el cristianismo es la vera philosophia».
616 páginas impresas
Propietario de los derechos de autor
Bookwire
Publicación original
2011
Año de publicación
2011
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Citas

  • juan diego esquivias padillacompartió una citahace 3 meses
    me percaté de que, en aquella tesitura de la vida española, una postura como la mía iba a encontrar pocos apoyos. Porque yo no apostaba por ninguna de las fuerzas en presencia. Jugaba la baza del futuro. Y eso, entonces como ahora, no parecía interesarle a casi nadie
  • juan diego esquivias padillacompartió una citahace 3 meses
    i relación con Jesús, especialmente en la eucaristía y en la oración mental, pasó de ser anónima y rutinaria a tener un tono personal e incluso, me parecía a veces, un alcance muy hondo en mi vida. Cuando me preguntaban por qué había comenzado a llevar una vida de piedad más intensa, yo no sabía qué contestar.
  • juan diego esquivias padillacompartió una citahace 3 meses
    Esta ausencia colocó a Carlos al frente de los hermanos Llano. Y no desaprovechó la ocasión. Aliado con Rafael, que era físicamente más fuerte que él, ejerció sobre el resto de nosotros un poder despótico, facilitado por el magnetismo que despertaba su elocuencia y una capacidad de fabulación, fruto de sus muchas lecturas, que le permitía pasar de la realidad a la ficción sin esfuerzo alguno y sin que los pequeños supiéramos en qué territorio nos estábamos moviendo.
    Ya desde niño, y en especial durante las ausencias mexicanas de mi padre, Carlos llegaba —en su audacia o insensatez— a enfrentarse directamente con mi madre que, por primera vez en su vida, se encontraba en situaciones en las que no sabía qué hacer. En una ocasión, harta de aguantar sus impertinencias, le encerró en el amplio y lóbrego desván al que se accedía por una pequeña escalera desde el ático de Villa Rosario. Al cabo de un rato, una de las chicas, a la que llamábamos María Gafotas, acudió aterrorizada a mi madre, la hizo salir al jardín y mirar hacia el techo de la casa. En el borde mismo del tejado, con las piernas hacia el vacío, estaba sentado Carlos; en cuanto vio a mi madre, la amenazó con tirarse desde el tejado si no le liberaba inmediatamente. Había salido por un ventanuco que se podía abrir desde el desván. Mi madre no sabía si intentar convencerle de que no se tirara o correr a abrirle para que volviera a entrar. Carlos se replegó por fin, no sin antes poner algunas condiciones ventajosas. Mi madre se quedó muy preocupada, porque comenzó a pensar que aquel muchacho no era del todo normal. Años después, cuando ya se había encauzado hacia el buen camino, ella confesaría que siempre había pensado que sería un santo o un criminal
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