En 1939 se produjo la entrada en Francia de medio millón de personas —hombres, mujeres, ancianos, niños— huyendo de la metralla y de las persecuciones fascistas. Todas las carreteras de Francia, desde la frontera hasta las primeras ciudades, a lo largo de toda la línea de los Pirineos, fueron cubiertas por esa masa humana, en la que se mezclaban civiles y militares, heridos e inválidos, colonias infantiles conducidas por maestras y maestros. Fue algo indescriptible, que jamás podrá ser narrado con toda su magnitud, con los contornos apocalípticos que revistió para cuántos lo vivimos.
Federica Montseny, primera mujer ministra de un gobierno en la Historia de España, vivió intensamente la lucha social catalana anterior a la guerra hasta convertirse en destacada cabecilla de la CNT. En el momento de estallar el conflicto en 1936 es ya una de las figuras más respetadas del movimiento libertario, por lo que fue llamada por Largo Caballero para ocupar la cartera de Sanidad y Asistencia Social, si bien no tuvo tiempo de llevar a cabo sus ambiciosos planes para crear lugares de acogida para la infancia, centros de atención para embarazadas sin recursos, programas de inclusión en la vida laboral de personas con discapacidad… Acabada la guerra civil pasa a Francia, refugiada junto a miles de hombres y mujeres exiliados y pasando sus mismas penurias. Es perseguida por los alemanes y por la policía española, que solicita sin éxito su extradición para ser fusilada. Pero no podrá evitar otros sufrimientos, como ella misma nos explica en estas páginas testimoniales marcadas por una profunda sensibilidad entremezclada con una activa militancia. Acabada la Segunda Guerra Mundial se establece definitivamente en Toulouse, donde residirá con su compañero Germinal Esgleas y sus tres hijos: Vida, Germinal y Blanca. Siguió trabajando por sus ideas, publicando y dirigiendo periódicos anarquistas como CNT y Espoir y realizando viajes por Suecia, México, Canadá, Inglaterra e Italia. Regresó a España en 1977 mas, desengañada, eligió morir en la ciudad que generosamente la había acogido en los peores momentos de su vida, Toulouse.