El precio del amor

Vos. ¿Por qué me humillás? ¿Qué estás buscando? ¿Por qué me humillás? Querés verme tirado, arrodillado. ¿Eso querés? –dijo él, y se arrodilló a los pies de la mujer–. Ahí está –dijo–. Bien. La señora es una señora. Tiene sentido práctico, es orgullosa, tiene sentido de la oportunidad. La señora –dijo él.

–Me trajiste una botella de pisco, ¿te acordás?, cuando viniste de Chile –dijo él–. Nunca vas a saber cómo te quería. Me quería casar con vos para que no pudieras dejarme, mirá si seré pelotudo.

Siempre pensé que vos eras como esta estatua: demasiado fina para mí.

La oscuridad iba llegando de a poco; en la ventana la ciudad era una mole gris.

En esta ciudad de mierda, ¿te das cuenta? Uno llega, piensa que lo están esperando. Cuando quiere acordarse está perdido, triturado.

–Me acostumbro, querrás decir.
–Puede ser. Pero yo no, ves. Nunca me acostumbro, nunca me voy a acostumbrar a nada. Los que hacen eso es como si estuvieran muertos.

Buenos Aires no es para mí. Mientras estaba con vos no me daba cuenta. Claro, como vos me mantenías

Quiero decirte, vine a despedirme. Me vuelvo a Bolívar.

nunca me hubiera atrevido a buscarte. Me conocés, sabés cómo soy.

Sin motivo, como queriendo prepararla para lo que vendría, él se obligó a mentir.
–Me conoció perfectamente apenas me vio, tu hija. Se acordaba de una vez que la llevé al zoológico.
–Pero claro, ¿cómo no se va a acordar? Desde que te fuiste no hace más que hablar de vos.
«Bien», pensó él. «Empezamos los juegos, ella y yo.»