Seguimos creyendo (también Fitzgerald lo creía) que su arte era sobre todo un don. «En cada uno de mis cuentos había una pequeña gota de algo: no de sangre, no de llanto, no de mi semen, sino algo más íntimamente mío que eso», escribió en los Cuadernos. ¿Bastaba, entonces, con abandonarse a la vocación? ¿Y con mover las alas elegantes y heridas, frívolas y dolorosas, como el último discípulo de Keats? Precisamente en los años de la composición de El gran Gatsby, mientras Zelda nadaba y se bronceaba junto a Édouard Jozan, Fitzgerald se convirtió en un fiel discípulo de Flaubert. «Cuando hablaba de la escritura —dijo John Dos Passos—, su mente se volvía límpida y dura como un diamante.» Para Fitzgerald, lo importante en literatura era el empeño: el «trabajo bien hecho, y hecho por amor al arte», el esfuerzo obstinado y prolongado. Lo suyo era «una tremenda lucha, una tremenda lucha nerviosa, un tremendo sacrificio». Ese sacrificio exigía honradez, responsabilidad, conciencia, sentido del deber, cordura, voluntad, precisión. Es posible que de joven hubiera sido una mariposa con las alas cubiertas de polvo iridiscente. Luego se convirtió en un soldado, porque «las condiciones de una vida artísticamente creativa son tan arduas que sólo pueden compararse con los deberes de un soldado en tiempos de guerra». Como dijo Kierkegaard, un artista es «un soldado en la frontera», luchando día y noche, «no contra los tártaros y los escitas, sino contra las hordas salvajes de una melancolía vital».