andar; lléganse a la verja, se hincan de rodillas y largo rato lloran amargamente, largo rato miran con atención la muda piedra bajo la cual reposa su hijo; cambian breves palabras, sacúdenle el polvo a la losa, enderezan las ramillas de los abetos y de nuevo pónense a rezar, y no pueden moverse de aquel sitio, en que les parece estar más cerca de su hijo, de su recuerdo… ¿Serán estériles acaso sus oraciones, sus lágrimas? ¿No es todopoderoso el amor, el santo, abnegado amor? ¡Oh, no! Por apasionado, pecador y rebelde que fuese el corazón que esa tumba encierra, las flores que en él crecieron nos miran plácidas con sus inocentes ojos, nos hablan no sólo de un eterno descanso, de ese gran descanso indiferente de la Naturaleza; nos hablan también de la paz eterna y la vida infinita…