A decir verdad, no me gustaban mucho las fosas. El procedimiento me parecía grosero, primitivo, indigno de una gran nación industrial. Era consciente de que, al optar por los hornos, elegía una opción más moderna. Los hornos tenían además la ventaja de garantizar un mayor secretismo porque la cremación no se efectuaba al aire libre, como en los fosas, sino lejos de la mirada de las personas. Además, me pareció deseable, desde el inicio, agrupar en un mismo edificio todos los servicios necesarios para la acción especial. Esa concepción me importaba mucho y, gracias a la respuesta del Reichsführer, pude comprobar que a él también le había seducido. Ofrecía cierta paz mental el hecho de saber que, desde que se cerraban las puertas del vestíbulo detrás de un convoy de dos mil judíos, y hasta el momento en que serían reducidos a ceniza, toda la operación se desarrollaría sin problemas en un mismo lugar.