Todos nacíamos irradiando luz, pero esa luz se iba extinguiendo poco a poco (si uno tenía suerte) o de forma abrupta (si no la tenía). Las personas más carismáticas —los poetas, los místicos, los exploradores— eran como eran porque habían logrado conservar, a saber cómo, una pequeña parte de esa luz que estaba condenada a desaparecer. Pero lo más horroroso de todo —y lo más insoportable, a nuestro parecer— era que el orden natural establecía que la luz se extinguiera. A veces, cuando uno tenía veinte años, aguantaba un poco; después, a los treinta, asomaba un leve destello por aquí o por allá; y luego los ojos se oscurecían casi siempre.