La vida es equilibrio. Tendemos a olvidarlo mientras desgranamos un día tras otro sin darnos cuenta. Comemos, bebemos, dormimos y damos por sentado que siempre nos levantaremos para ver un nuevo amanecer, que el alimento y el descanso bastarán siempre para regenerarnos. Esperamos que sanen nuestras heridas, que el dolor disminuya con el paso del tiempo. Incluso enfrentados a heridas que se curan más despacio, a dolores que se reducen durante el día tan solo para volver con brío renovado al caer la noche, incluso cuando el sueño no nos proporciona descanso seguimos esperando que, de alguna manera, mañana se restaurará el equilibrio y podremos seguir adelante. Pero tarde o temprano este exquisito equilibrio se ve perturbado y, pese a todos nuestros intentos desesperados, comienza el lento declive, la agónica transición del cuerpo capaz de conservarse por sí solo al cuerpo que lucha con uñas y dientes por aferrarse a lo que solía ser.