En el principio fueron nuestros tres sexos hinchados. El gemido con que Fran me había penetrado minutos antes mientras la lengua de Lía, estatuilla ancestral, pulía las paredes de mi culo. El líquido caliente que empapó mis pechos cuando ella desplegó sus caderas y se corrió sobre mí. Cómo nombrar el conjuro, la síntesis de sus pecas saladas, qué palabras dejarían constancia de nada en este siglo donde hasta las preguntas se agotan. Que la maldita civilización se derrumbe si el beso de una piel sigue siendo capaz de obrar el milagro de la resurrección. Si metes los dedos en un agujero tibio y se enciende algo que casi es vivir, o el calor de una boca aún puede revelar el misterio del origen, la verdad quebradiza del hombre: que estamos solos, sí, pero quizá no necesitemos ninguna otra cosa más allá de la muerte, quizá no nos haga falta nada más aparte de la tierra misma y el alivio inseguro del aire.