Ello se debe, a mi juicio, a tres razones: la primera que en el verano los cielos visibles parecen mucho más altos, más distantes y (si puede disculparse el solecismo) más infinitos; las nubes por las que el ojo aprecia las distancias del pabellón azul extendido sobre nuestras cabezas son durante el verano más voluminosas y se acumulan en masas más grandiosas e imponentes; en segundo lugar, la luz y la figura del sol que declina y se hunde en el horizonte son mucho más propias para conformar tipos y caracteres del Infinito; y en tercer lugar (ésta es la principal de las razones), la prodigalidad exuberante y desenfrenada de la vida, como es natural, impone con mayor fuerza a la conciencia la idea antagónica de la muerte y la esterilidad invernal de la tumba.