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Mary Kubica

La última mentira: Un fascinante suspense psicológico

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  • Lola Meracompartió una citahace 3 años
    a por mala praxis. Oigo voces en el pasillo, dos hombres, un padre y un abuelo, paseando por el pasillo, hablando del partido. Intento no oír lo que dicen, centrarme en Clara y solo en Clara, pero me llegan sus palabras de todos modos.

    Hablan de baloncesto. De la NBA. Los Golden State Warriors lideran la serie, y yo siento un profundo alivio al oír esas palabras, sabiendo que en alguna parte hay una cuenta DPF con dinero. Dinero esperándome.

    Clara tiene otra contracción y noto que me he quitado un peso de encima. Por primera vez en mucho tiempo, siento que todo saldrá bien.

    Ella grita de dolor y la abrazo con fuerza y le digo que puede hacerlo.

    —Eres la mujer más fuerte que conozco —le susurro al oído, palabras que son totalmente ciertas. Clara es una luchadora. Si hay alguien en el mundo capaz de hacerlo, esa es Clara. Tiene el cuerpo cubierto de sudor y la mantita que cubría sus piernas ha caído al suelo. Respira profundamente cuando la contracción pasa; sus costillas se expanden y se contraen con cada bocanada de aire. Apoya la cabeza en mi hombro y le acaricio el pelo.

    —Charles —me susurra—. Vamos a llamarlo Charles —me dice. Es una concesión. Es el nombre de mi padre y mi segundo nombre. Pero no permitiré que Clara capitule por miedo.

    —No —le digo, me arrodillo para mirarla a los ojos y el suelo me hace daño en las rodillas. Clara tiene las mejillas sonrojadas, el rubor se extiende desde su cara hasta la barbilla y el cuello. Sus ojos, siempre tan seguros, parecen consumidos por el miedo, las dudas y el cansancio. Le aprieto la mano y me la llevo al corazón—. Lo sabremos cuando lo veamos. Cuando lo veamos lo sabremos. —Y lo digo convencido, de modo que ella asiente con la cabeza.

    —Lo siento —me dice, refiriéndose a nuestra pelea de esta mañana por el café y la pintura. Una pelea absurda. Una discusión que no significa nada. Le digo que yo también lo siento.

    —Ha sido una estupidez —añado, y me da la razón.

    —Sí, lo ha sido. —Y nos besamos, y borramos de nuestra mente ese momento.

    La doctora regresa para ver cómo está Clara. Esta vez ha dilatado ya nueve centímetros y tiene el cuello uterino borrado casi al cien por cien.
  • Lola Meracompartió una citahace 3 años
    interior. Se podía evitar, todo eso habría podido evitarse si ella hubiera seguido mis indicaciones precisas. Pero no siguió mis indicaciones y fue algo intencionado, un golpe de suerte cuando advirtió que empezaba a formársele una infección en el interior de la boca y decidió no hacer nada al respecto.

    —Zorra —murmuro—. Estúpida zorra. —Avanzo, acorralándola hasta que su espalda choca contra la pared. No tiene ningún sitio al que ir y yo tengo que hacer un esfuerzo para no apretarle la tráquea con la mano y cortarle el flujo de aire. Me la imagino poniéndose azul ante mis ojos, agitando los brazos y las piernas para intentar tomar aire, con los ojos muy abiertos por el miedo. Casi puedo sentir su piel tirante bajo la mano, todas esas arterias vitales del cuello, la carótida y la vena yugular, totalmente hinchadas mientras trata de respirar sin lograrlo.

    Y es entonces cuando empieza a sonarme el móvil.

    Clara está tumbada en la cama del hospital cuando llego, con una bata azul clara y unos calcetines en los pies. Es una habitación grande, privada, y la ginecóloga de Clara está asistiéndola cuando entro, casi sin aliento.

    —No llego demasiado tarde —digo entre resuellos—. Por favor, dime que no llego demasiado tarde.

    —Ocho centímetros —anuncia la doctora mientras saca la mano de entre las piernas de Clara y se las cubre con una mantita muy fina—. No llega tarde —me asegura—. Aunque no tardará mucho —añade con una sonrisa mientras le da una palmadita a Clara en las rodillas—. ¿Están preparados para esto? —pregunta, y le digo que sí y corro junto a Clara para darle un abrazo.

    Parece cansada, pero preparada. Es una mujer dura, resistente. Puede con todo, y allí tumbada, en la cama del hospital, esperando a que se produzca la siguiente contracción, veo que tiene su cara de concentración. Está preparada. Le acaricio el pelo mojado; ha estado sudando. Hay un paño junto a la cama, que yo humedezco con agua del grifo del lavabo para ponérselo en la frente. Le doy cubitos de hielo con una cuchara de plástico; los cubitos han empezado a derretirse y forman un charquito en el fondo del vaso de espuma. Las contracciones se producen cada pocos minutos y duran treinta segundos o más, y en cuestión de minutos me convierto en esclavo del reloj; sé antes que Clara cuándo se producirá la siguiente contracción. Ella aprieta los dientes y grita mientras la enfermera y yo le recordamos que debe respirar.

    —No tenemos nombre —murm
  • Lola Meracompartió una citahace 3 años
    pudimos corroborar al extraer el grabador de datos de sucesos del vehículo. Tomó esa curva a la misma velocidad que llevaba desde hacía un kilómetro, que, sobra decir, era excesiva. No iba prestando atención, no tuvo tiempo de anticipar la curva y aminorar. Las marcas de derrape revelan cómo el vehículo se deslizó sobre la línea amarilla e impactó contra la base del árbol. Según las pruebas, Nick circulaba a unos ochenta kilómetros por hora. En Harvey Road el límite son setenta, pero en la curva baja hasta treinta. Revisamos los tramos de carretera anteriores y posteriores al accidente. Había marcas de aceleración, pero no de frenada. Su marido aceleró antes de tomar la curva. Pero después, no había nada. ¿Sabe lo que ocurre cuando un coche huye a toda velocidad del lugar de un accidente? —me pregunta y yo niego con la cabeza. Entonces me responde como si yo fuera idiota—: Marcas de aceleración —explica, como si fuera algo que yo debería saber.

    Empieza a recoger las fotografías ante mis ojos, prueba de que nuestra conversación terminará pronto.

    —Si alguien sacó a su marido de la carretera, no iba a quedarse ahí esperando a que llegara la policía. Habría acelerado y se habría largado de allí cuanto antes. ¿Sabe qué creo yo que ocurrió? —me pregunta entonces el detective Kaufman mirándome a los ojos. Yo le devuelvo la mirada, aunque Felix ha empezado a murmurar—. Creo que su marido iba demasiado deprisa y tomó la curva a demasiada velocidad. Tal vez le diera el sol en los ojos y no viera la curva a tiempo. Tal vez estuviera distraído.

    Es entonces cuando oigo la vocecita de Maisie en el asiento trasero del coche, mientras patalea distraídamente con sus deportivas rosas contra el respaldo del asiento del copiloto, como si ni siquiera se diera cuenta de lo que hace.

    «Más deprisa, mami, más deprisa», dice.

    Intento no pensar en eso. Nick sabe que no debe ceder a los caprichos de una niña de cuatro años.

    Recuerdo el tapacubos. El que le faltaba al coche negro y también el que se hallaba en el lugar del accidente. Abro la imagen en mi teléfono, la del coche negro sin el tapacubos. La coloco junto a la del detective, mucho más grande. Dejo claro que esto podría ser más que una coincidencia y él suspira con impaciencia.

    —¿Cómo sabe que ese no es su propio tapacubos? —me pregunta, pero no espera
  • Lola Meracompartió una citahace 3 años
    Son solo las ocho de la mañana y ya siento el calor y la humedad, que se mezclan con el aire de dentro, que ya está caliente.
  • Lola Meracompartió una citahace 3 años
    Lleva cuatro horas encerrada en el cuarto de baño, cuatro horas en las que yo he escuchado sus gritos de terror, que han ido atenuándose hasta convertirse en un murmullo, llamando a su padre hasta quedarse dormida. Y ahora aparece la luz del sol y espanta las sombras de las paredes.

    He pasado horas repitiendo mentalmente una y otra vez las palabras de Maisie: «El hombre malo nos persigue. Nos va a alcanzar».

    —Por favor, Maisie —le ruego por cuadragésimo séptima vez—. Por favor, sal.

    Pero Maisie no sale.

    Maisie está sentada a la mesa del desayuno contemplando con la mirada perdida tres tortitas de microondas que tiene en el plato. Solo quedaba un poquito de sirope en el bote, así que en general están secas. Pero no es esa la razón por la que no quiere comer. En la mesa, frente a mí, no hay nada, no hay comida. Yo tampoco quiero comer. No hasta que alguien me obligue, cosa que sucederá pronto. Mi padre llena una taza de café y me la lleva a la mesa.

    Me acaricia la cabeza. Me dice que beba. Le dice a Maisie que se coma las tortitas.

    En mi dormitorio, la puerta del cuarto de baño yace en el suelo, tras haber sacado los pernos de la bisagra con ayuda de un clavo y un martillo. Mi padre me explicó cómo hacerlo por teléfono. Le dije que no hacía falta que viniera, que estábamos bien. Que Maisie estaba bien, que Felix estaba bien y que yo estaba bien. Pero mi padre no se creyó ni por un momento que estuviéramos bien. Quizá fue el pánico en mi voz, o el hecho de que Maisie se hubiera encerrado en el cuarto de baño durante la noche y hubiera estado llorando tirada en el suelo de baldosas hasta quedarse dormida. No lo sé. O quizá fue Felix, histérico una vez más, con el estómago vacío porque yo estaba demasiado ocupada desmontando las bisagras de la puerta como para darle de comer, después de tratar de convencer infructuosamente a Maisie de que saliera por su propio pie.

    No puedo estar en dos sitios a la vez.

    —No pasa nada por pedir ayuda —me dice ahora mi padre mientras Maisie pincha las tortitas con un tenedor infantil que tiene una vaquita impresa en el mango. Pero no se come las tortitas. Las trocea y espachurra. Mutila las tortitas—. Ya sabes que no tienes por qué pasar esto sola.

    Pero ya estoy sola, ¿verdad? Da igual la cantidad de personas que haya en casa conmigo, porque sigo sola.

    Mi padre todavía no ha subido al dormitorio, no ha visto la puerta del baño tirada en el suelo, ni los pedazos de cristal del marco desperdigados por ahí, ni los pañuelos arrugad
  • Alicia Ariascompartió una citahace 3 años
    El sonido me recorre el cuerpo como si fuera una descarga eléctrica. Mi primer impulso es achacarlo a la imaginación, pero entonces se repite, con menos discreción esta vez; son unos nudillos golpeando el cristal de la ventana. Se me desboca el corazón. Harriet levanta la cabeza del suelo y se le ponen las orejas de punta.
  • Pilar Orellanacompartió una citahace 4 años
    aséptica con tubos en los brazos, en la
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