«¿Sabes? —susurra desde el Hades la sombra de la maga Medea—, cuando lo conocí, Jasón no era más que otro estúpido chico guapo: puro músculo y salud. Y, sin embargo, en cuanto lo vi llegar a la Cólquide, su presencia me preñó de su ausencia. Y, desde entonces, desde siempre me hizo falta. El molde hueco de una escultura antes de vaciar el bronce: eso fui. Ahora que lo pienso, algo de Medusa resuena en Medea pues transformé a Jasón en la estatua de Jasón. De la efímera materia que es un muchacho esculpí un héroe, cincelé su valentía, pulí su crueldad, y yo misma me ofrendé como pedestal para sumar altura a su reciente grandeza. Como el artista que pone sus mejores talentos en su obra, maté a la serpiente que resguardaba al Vellocino sólo para admirar en Jasón mi propia hazaña. Y maté a mi hermano. Pero no maté a mis hijos: sólo rompí nuestras fotos de boda, pues no reconozco otra creación mía que el que fuera mi marido. Luego, cuando quise remontar la distancia que nos separaba, era ya demasiado tarde. No me arrepiento: qué otra cosa adoramos los mortales en las estatuas sino la indiferencia de los dioses».