Lo malo de lo bueno

La seguridad absoluta reside en el hecho de que el peligro que se quiere evitar no existe;

De repente vio claro que la búsqueda era la única razón de no haber hallado hasta entonces; que en el mundo exterior no se puede encontrar, y por lo tanto no tener, lo que uno es desde siempre.

Cesó de preguntarse si por fin había alcanzado el objeto de sus anhelos y se dio cuenta de que ningún esto podía ser más que un nombre dado a algo que estaba dentro de su ser y no fuera en el mundo, y los nombres no son más que un eco, humo.

Ya hemos visto que no hay nada que desilusione tanto como una esperanza cumplida y nada tan engañoso como una esperanza rehusada.

Visto desde fuera, su problema era bien trivial. Cada vez ponía en duda solo el objetivo buscado, pero no, en cambio, la búsqueda misma. Así nuestro hombre buscaba sin reposo, pues los posibles lugares de hallazgos son infinitos. Lo que el romanticismo no había tenido en cuenta era en la posibilidad trivial de que no existe la flor azul, en vez de considerar la posibilidad de que el buscador sin duda no había buscado en el lugar debido. Por esto parecía que sólo se daba la alternativa maniquea de encontrar y no encontrar, y nuestro hombre se hallaba prendido consigo mismo en este juego de sumas a cero.

Muchas veces se trataba de mujeres que, antes de entregársele, se convertían en encarnación de todo su anhelo, y después no eran más que un cuerpo distinto del suyo. Luego venía la separación amarga, y con ella la vuelta de la ilusión, pero ahora hecha más luminosa por el sentimiento del paraíso perdido. Y le seguía de nuevo el vacío.

Siempre se quedaba con las manos vacías, pero siempre deducía de ello que la única conclusión posible era que cada vez esto que hallaba no era lo que buscaba, que todavía no había dado con el nombre correcto de esto y que no lo había buscado en el lugar correcto.

Esto quiere decir que el mundo «real» se revela exclusivamente allí donde nuestras construcciones fracasan.

Los caminos errados se declaran como tales cuando uno los pasa.

Era lo que George Orwell quería decir, cuando escribía en uno de sus ensayos: «Las personas con el estómago vacío no desesperan nunca del universo, ni siquiera piensan en ello».