Que es difícil soltar a alguien a quien has estado agarrado desde que incursionaste en el amor. Sobre todo cuando ese agarre está lleno de púas; de espinas afiladas que te atraviesan y al mínimo movimiento se te hunden más aún. Creía que lo más sabio era dejarla estar y aceptar en su lugar los errores que no pudo corregir, cuya culpa ni siquiera llegó a asumir. Era lo mínimo que podía hacer en su nombre, después de todo. Cargar con ese peso para siempre: con el suyo, el de todas las cosas que no le dio tiempo a emprender y que se perdió por estar sufriendo a mi lado, además de mi culpabilidad. Pero un paso hacia Eli es un paso que estoy más lejos de ella, y no la echo de menos. No quiero mirar atrás. No quiero darme la vuelta y abrazarme de nuevo a la zarza, aunque sienta que debo; aunque los remordimientos me maten. Porque lo que yo quiero es a mi niña de ojos dulces, la que me hace los amores más sencillos y a la vez tremendamente excitantes; a la que aunque las dudas ahoguen y se le haga la vida cuesta arriba, se levanta cada día con el propósito de superarse. La que, si retrocede, es porque necesita impulso para sorprenderme con su valor, y no porque desee que me estanque con ella.
La que me quiere y me lo dice incluso cuando se queda muda. Y no de cualquier manera… sino como necesito. Como me hace bien. Exactamente como yo la quiero a ella.