—Ana la Harapienta no murió, Burt. La maté yo en el hospital. Fui a ver a mi padre. Se lo habían llevado en una ambulancia. Yo estaba con mi tía, ella me llevó a la habitación. Al lado de la cama estaba mi madre, a él lo habían puesto bajo una cosa de plástico, una tienda, y estaba lleno de tubos. Pero tenía los ojos abiertos. Yo me acerqué. «Soy yo, papá, Condesa», dije, pero él no contestaba. Me miraba pero no decía nada. Era como si no supiese quién era yo. «Soy yo, papá, soy yo», le dije, pero él miró hacia otra parte y yo pensé que no podía verme por culpa del plástico, así que me acerqué a quitarlo pero mi madre me cogió la mano y la apartó. Yo estaba furiosa con papá, ni siquiera quería hablarme, le grité. Mi tía me sacó de la habitación. Me hizo sentar fuera, en una silla de plástico que era dura. Yo llevaba conmigo a Ana la Harapienta.
»Luego salió mi madre y estaba llorando. Le dijo a mi tía que todo había acabado y que me llevara a casa. Pero yo grité que quería ver a papá. Mi tía me sujetó muy fuerte, no quería soltarme. Dijo que hay cosas que los niños no comprenden.
»Y entonces yo decidí que no iba a ser más una niña. Cogí a Ana la Harapienta y la maté en un cubo de basura que había junto al ascensor.
Y Jessica se puso a llorar. Lloró y lloró en el coche y se dobló en dos y yo no sabía qué hacer. Así que abrí los brazos, como hace mi padre cuando tengo pesadillas, y rodeé a Jessica, la rodeé con los brazos y ella se apoyó en mí, en mi pecho. La abracé en el coche. La abracé muy fuerte, mientras alrededor los mayores golpeaban las ventanillas.