Francine Zapater

Maldito corazón

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—¡Maldita sea! Tiro el móvil dentro del bolso para no leer de nuevo el mail que acabo de recibir. Vaya mierda de… ‹‹Déjalo, Sara, no te pongas mala sangre››, me digo a mí misma sin que sirva de nada. Tengo la sangre podrida con este tema desde hace tiempo. Cierro los ojos y me dejo caer hacia atrás en el sofá de la cafetería. Mi vida es un auténtico asco. Sin poder controlarlo me pongo a llorar, ¡seré tonta! Limpio las lágrimas de mala manera con el borde del jersey, como si este fuera el culpable de las desgracias que me ahogan. —Disculpa, ¿puedo coger la silla? —Haz lo que te dé la gana. No es mía —contesto, molesta porque alguien haya interrumpido mí círculo vicioso de frustración y pesimismo. —¿Estás bien? —Perfectamente. Abro los ojos, con la intención de mandar a la mierda a semejante entrometido, cuando me quedo sin habla. Un paso por detrás del pesado de turno está él. Ignoro por completo al de la silla y observo a Josán, con cara de idiota. Devoro su perfil con los ojos y mi mente se llena de recuerdos desterrados. Se gira y su mirada se cruza irremediablemente con la mía. Agacho la cabeza demasiado tarde. Me ha visto y viene hacia mí. —Sara. No ha dicho mi nombre, lo ha besado. Solo él sabe hacer eso, acariciar las palabras con los labios de tal modo que parece besarlas. Tiemblo por dentro y ni siquiera recuerdo porqué estaba llorando. —Josán —contesto, cuando me recupero del impacto inicial y se me pasa (solo un poco) la estupidez. —Te hacía en Argentina. —Ya, acabo de llegar. —Parece incómodo con el tema, y con la situación. Tengo que largarme ya. Debo que irme antes de que ese lazo invisible que empieza a alejarse de mi cuerpo vuelva a engancharse al suyo. —Vale, pues nada, me alegro de haberte visto. Esto… yo… llego tarde a… un sitio. —Claro. Cuídate. —Sí, gracias, igualmente —balbuceo mientras desaparezco, como alma que lleva el diablo, en dirección a la calle. Cuando llego al coche aún estoy temblando. No me puedo creer que haya vuelto. No me puedo creer que, por un capricho del destino, ambos hayamos escogido la misma cafetería (¡y mira que hay cafeterías!). Y no me puedo creer (valga la redundancia) que, después de diez años sin vernos, ¡tenga que coincidir con él con esta cara de oso panda gótico! En el retrovisor del coche mis ojos son dos manchurrones negros por culpa del rímel y las lágrimas. ¡Maldita sea yo! ¡Maldita sea mi mala suerte! ¡Maldito sea Josán! Y ¡Maldito sea el mail recibido, por amargarme el día! Un repentino ataque de nostalgia me invade mientras conduzco y, sin saber por qué, acabo aparcando en el lugar donde se agolpan nuestros recuerdos. Siempre venía aquí con él. Y, ahora, él ha vuelto y yo no puedo dejar de temblar.
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231 páginas impresas
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