El desarraigo tiene muchas formas: el exilio que esconde a un padre y a una hija que huyen de las acusaciones de la Santa Inquisición, que peregrinan desde España hasta las zonas más distantes de ese nuevo continente que se llama “América”. El exilio también es la incertidumbre de no saber si esos ojos tan claros, acechantes, que ella no puede dejar de encontrarse, son un cobijo, una casa, o la más cruda intemperie.
Ana Cruz lo ha perdido todo ya incontables veces. Apenas tiene de su madre –asesinada por la Santa Inquisición— la afición por la herboristería a la que, entre huida y huida, no puede llevar a cabo: los últimos años los ha pasado escapando del Santo Oficio que la considera bruja como a su madre. De Toledo a México, de México a Lima, de Lima a la selva: a la misión jesuítica San Jorge Mártir. Allí, alejada de todo, ella puede cultivar sus hierbas y atender, sin que la sombra de la brujería la persiga, a niños, ancianos y hombres.
Allí también están esos ojos tan claros como un cielo límpido que la acechan; los ojos de ese al que apodan “Jaguar”, que también es un exiliado, mezcla de europeo y americano, audaz como un felino, cálido como una mañana.
Cuando unos hombres sin ley y sin dios arrasen con la misión jesuítica, cuando Ana Cruz vuelva a perderlo todo y quede una vez más al borde de la huida, entonces deberá abrirse paso en la selva que la rodea y decidir si el Jaguar, ese que al que los rumores acusan de cosas innombrables, es con quien podrá hacer una patria que la aleje para siempre de los exilios