«Muero servidor del rey… pero primero de Dios.» Estas fueron las últimas palabras que pronunció la víspera de la festividad de santo Tomás de 1535, instantes antes de ser decapitado, otro insigne personaje -después también santo— del mismo nombre: Tomás Moro, o More, en su apellido inglés. Víspera de pasión y gloria para él, que tanto desdeñó la gloria mundana, hasta el punto de sacrificarla por sus creencias, víspera de desgarrador sufrimiento para su familia -Alice, su segunda mujer, Meg, Jack, Ailie, Cecily, Mercy, sus hijos— a la que Moro estuvo tan unido como para edificar un remanso de felicidad y apoyo mutuo en tiempos turbulentos y de remordimiento para Enrique VIII, quien encumbró a Moro y luego le hizo caer cuando éste se negó a convertirse en cómplice, en contra de sus creencias, de la voluntad real. Una muerte que, en sus encontradas consecuencias, resume toda una vida, la de Tomás Moro, que Jean Plaidy reconstruye con ternura y verosimilitud: no sólo la del brillante jurista, pensador y hombre público, sino sobre todo, la del ser humano, el esposo, padre y amigo cariñoso y merecedor de cariño.
