Extraños

Al ver a mi amiga llorar la muerte de su padre, me digo que el duelo es el precio del amor. Es el pacto terrible que firmamos cuando accedemos a amar algo, y está allí, aguardándonos, en toda la felicidad que ese amor nos pueda reportar.

Uno de los síntomas más comunes de la depresión clínica es la incapacidad del sujeto para levantarse por la mañana. La persona deprimida no ve que su participación en el mundo tenga ningún sentido.

Al final, incluso las adoradoras de Dioniso, las bacantes, lamentan el duro castigo infligido a quienes se niegan a rendirse al misterio.

Dondequiera que acuda, parece que todas las advertencias y todas las metáforas ya están escritas, y esperan pacientemente a que las leamos.

De Pan se dice desde antiguo que es «el dios que se oye pero no se ve», a causa de la extraña música que toca con su siringa y suena siempre a lo lejos, perceptible apenas bajo el ruido de la lluvia

Sin levantar la vista de las verduras que está cortando, me dice: «Supongo que pensaste que era Pan quien andaba por ahí.»

Y me preguntaba si los ciudadanos aztecas que veían arrancar el corazón de las víctimas propiciatorias hace siglos sentían menos terror o repugnancia de los que habría sentido yo de haber presenciado aquellos mismos sacrificios.

Nunca he sido más egoísta o egocéntrica que cuando estaba deprimida, y no era culpa mía.

Después de sufrir una depresión que me había acompañado desde la infancia, recuperarme significó para mí empezar de nuevo como ser humano. Tuve que «enamorarme» de mis amigos de forma activa, pasando del afecto distante a la verdadera adoración, y elaborar un concepto de mí misma que no se basara en la supervivencia y la impasibilidad. No fue un proceso fácil, ni estuvo (o está) exento de recaídas psicológicas ocasionales. Pero despertar a aquella realidad verde, intensa, y sentirme de pronto viva y llena de sentido y vigor fue una especie de revelación. La fiereza de aquel deseo de seguir viva en un mundo lleno de vida me sorprendió entonces, y sigue sorprendiéndome.

Si algo desea una persona deprimida es hacer patente esa convicción, afín a la de Casandra, para que el mal inherente al planeta y sus moradores se derrame como sangre corrompida. La película era una celebración o reivindicación malsana de esa opinión, de que los deprimidos siempre han llevado razón y la destrucción es la única purificación posible para nuestra hipocresía.