Adela Cortina

Aporofobia, el rechazo al pobre

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    Quien respeta a otros difícilmente pronunciará discursos intolerantes que puedan dañarles.
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    Por eso no es necesario haber tenido ninguna relación anterior con la persona agredida, sino que puede ser totalmente desconocida para el agresor, porque el móvil de la agresión es el desprecio hacia esa característica determinada, no alguna mala experiencia personal anterior.
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    Esta característica diferencia a los discursos y delitos del odio de otras violaciones, porque las víctimas no se seleccionan por su identidad personal, sino por pertenecer a un colectivo, dotado de un rasgo que produce repulsión y desprecio a los agresores.
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    Quien no tiene siquiera la protección de un hogar, por precario que sea, no posee ni un mínimo de intimidad para su vida cotidiana, ni goza tampoco de una ínfima protección frente a agresiones externas, frente a tratos degradantes, está a disposición de cualquier descerebrado con ganas de divertirse un rato a su costa, o de cualquier resentido deseoso de volcar en alguien su rencor.
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    Es el pobre, el áporos, el que molesta, incluso el de la propia familia, porque se vive al pariente pobre como una vergüenza que no conviene airear, mientras que es un placer presumir del pariente triunfador, bien situado en el mundo académico, político, artístico o en el de los negocios. Es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, a las razas y a aquellas etnias que habitualmente no tienen recursos y, por lo tanto, no pueden ofrecer nada, o parece que no pueden hacerlo.
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    El problema no es entonces de raza, de etnia ni tampoco de extranjería. El problema es de pobreza. Y lo más sensible en este caso es que hay muchos racistas y xenófobos, pero aporófobos, casi todos.
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    Por el contrario, lo cierto es que las puertas se cierran ante los refugiados políticos, ante los inmigrantes pobres, que no tienen que perder más que sus cadenas, ante los gitanos que venden papelinas en barrios marginales y rebuscan en los contenedores, cuando en realidad en nuestro país son tan autóctonos como los payos, aunque no pertenezcan a la cultura mayoritaria. Las puertas de la conciencia se cierran ante los mendigos sin hogar, condenados mundialmente a la invisibilidad.
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    La ideología, cuanto más silenciosa, más efectiva, porque ni siquiera se puede denunciar. Distorsiona la realidad ocultándola, envolviéndola en el manto de la invisibilidad, haciendo imposible distinguir los perfiles de las cosas.
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    Y es que es el pobre el que molesta, el sin recursos, el desamparado, el que parece que no puede aportar nada positivo al PIB del país al que llega o en el que vive desde antiguo, el que, aparentemente al menos, no traerá más que complicaciones.
  • Ana Saenzcompartió una citahace 3 años
    A mi juicio, una educación a la altura del siglo XXI tiene por tarea formar personas de su tiempo, de su lugar concreto, y abiertas al mundo. Sensibles a los grandes desafíos, entre los que hoy cuentan el sufrimiento de quienes buscan refugio en esta Europa, que ya en el siglo XVIII reconoció el deber que todos los países tienen de ofrecer hospitalidad a los que llegan a sus tierras, el drama de la pobreza extrema, el hambre y la indefensión de los vulnerables, los millones de muertes prematuras y de enfermedades sin atención. Educar para nuestro tiempo exige formar ciudadanos compasivos, capaces de asumir la perspectiva de los que sufren, pero sobre todo de comprometerse con ellos.
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