Dioses útiles

La culminación de todo fue el nazismo, que, si se tienen en cuenta todos estos antecedentes, fue cualquier cosa menos un accidente azaroso en la historia alemana.

El romanticismo, a comienzos del siglo XIX, significó la rebelión contra esa contención cortesana, denunciada ahora como «cárcel de la emotividad». Frente a ella, se afirmaron la creatividad, la espontaneidad, el sentimentalismo.

La forma de domesticar a los belicosos señores medievales entre los siglos XVI y XVIII consistió en desarrollar la «cortesía», es decir, la etiqueta, el ceremonial, el arte de la conversación y las «buenas maneras», especialmente en la mesa. Con ello se generó un nuevo tipo humano, racional, calculador, autocontrolado, represor de sus impulsos internos.

Norbert Elias explicó de manera magistral en El proceso de la civilización la profunda revolución que supuso el romanticismo en la estructura emotiva y los patrones de comportamiento de las élites europeas, y específicamente alemanas.

La convicción de ser el «verdadero pueblo cristiano» frente al «corrupto» sur latino, añadió un segundo bloque o peldaño cultural de gran importancia al ya existente, que era la lengua común.

Tras haber sido la inventora y la víctima de los nacionalismos, desde hace sesenta años Europa intenta superarlos.

En cerca de un centenar de estados poscoloniales existen hoy miles de grupos lingüísticos y tribales, lo cual sigue dando lugar a conflictos y guerras civiles, en algunos casos con matanzas a gran escala como la de los tutsis a manos de los hutus en Ruanda hace pocos años.

Los imperios coloniales europeos no pudieron sobrevivir y fueron desmantelados entre 1945 y 1970. Se produjo entonces, curiosamente, un triunfo político-cultural póstumo de los europeos, porque exportaron su modelo de Estado-nación a sus antiguas colonias, ahora estados independientes, que lo reprodujeron al pie de la letra: banderas, himnos, altares de la patria, fiestas nacionales... Fue una época en la que el mundo se vio dominado por un pensamiento único, que se llamaba nacionalismo.

Esta por algunos llamada «guerra de los Treinta Años» hizo descender a Europa a lo que hoy es: la tercera región mundial en riqueza e influencia política.

Al terminar ésta, en 1918, dos de los tres principales imperios multiétnicos que había en Europa, el austrohúngaro y el otomano, se desintegraron; el tercero, el zarista, sobreviviría setenta años más gracias a la nueva mística de la revolución proletaria.