Así fue muriendo mi trabajo. Todo cuanto exigía escribirse sin poder llegar al papel se quedaba bullendo en mi interior, gorgoteando y clamando, invadiéndome por completo. Al final brotó en medio de las horas que debía consagrar al sueño. Por entonces, encadenaba trabajos temporales a jornada completa. Me convertí en una chica de agencia —sí, chica: así me llamaban—, pasto de la precariedad, que no cesaba de correr de un lado a otro con la esperanza de arañar dos o tres meses para escribir. Y al final, conseguí ese tiempo.