Inmediatamente entendí por qué el hombre de rostro demacrado prefería no entrar en aquella habitación: porque Plomb había redecorado aquel espacio de una manera verdaderamente extraña. Cada una de las paredes, así como el techo y el suelo, era un mosaico de espejos, una estremecedora galaxia de reflejos redundantes. Y cada espejo estaba atravesado con una línea sobre su superficie, como si alguien hubiera lanzado brochazos de pintura desde varios puntos de la habitación, esparciendo oscuras estrellas por el firmamento plateado. En un intento por agotar o exagerar las visiones que aparentemente lo habían convertido en su esclavo, Plomb había multiplicado estas visiones hasta el infinito, creando océanos de su propia sangre, lo que le permitía ver con innumerables ojos. Fascinado por tal aspiración, contemple los espejos con mudo asombro. Entre ellos estaba el espejo de balancín en el que recordaba haberme mirado no hacía mucho tiempo.