El rey de las bolitas

Su verdadero problema es que le falta dinero.

Solo conocemos la especialidad que nos permite pagar servicios a otros. Barrimos todo vestigio de confianza en nosotros mismos.

No busque dentro suyo, la solución está allá afuera, es solo cuestión de dinero.

No tenemos idea de lo que es la vida, pero pareciera que no es algo muy grande, sino pequeño. Bastante menos que esa vida metafísica de los discursos, y bastante más valiosa.

Frágil, poquita cosa, pura promesa. Y nos encanta.

El viaje, el anhelo de otra vida en esta misma vida, quizá al otro lado del mar, la añoranza del paraíso, que finalmente es el amor.

¿Por qué, entonces, viajamos? Por lo mismo. Para recuperar todas las cosas. Para volver a ver los hoyos del camino, las esquinas y los autos, el café. Para obligarnos a escoger del menú. ¿Qué será trevliska novaska? ¿Será carne o pollo? ¿Será esta la estación de Wöllenstroven? ¿Será esta mi esquina? ¿Ese el norte? ¿Cómo se pedirá azúcar? Abrimos las compuertas de los sentidos y nos llenamos del mundo, de sus detalles olvidados, de cosas que vuelven a resplandecer, nuevas. Nos sacudimos y espantamos al ruin demonio de lo cotidiano, que esparce polvo sobre las cosas, igualando lilas bajo la tierra muerta.

Odiamos la rutina.

Amamos la rutina.

Nos gusta caminar sin pensar de la casa al café, seguros de que nuestros pasos esquivarán cada hoyo del camino y se detendrán, sin pensar, en cada esquina. Seguros de que nuestros ojos verán, sin mirar, la luz verde del semáforo y dirán a nuestros pasos, sin hablar, que la vía está libre, que no hay peligro, para que estos nos conduzcan a la mesa de siempre, sin preguntar

Ridículo ir de pasajero en un taxi conducido por un desconocido, indigno para el chofer, indigno para el pasajero. Ridícula la micro, cuarenta cabezas saltando al unísono.

­que el único paraíso es el que no se tiene.