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Libros
María José Vela

Amor y gin-to­nic

Una novela hilarante y original donde el amor y la amistad se presentan aderezados con humor ácido y… unos cuantos los gin-tonics.
Abi está a punto de alcanzar la felicidad en todos los sentidos. Acaban de anunciarle un ascenso y su novio de toda la vida quiere, por fin, hablar del futuro.
Sin embargo, en una sola noche sus sueños se truncan y vuelve a darse de bruces con la cruda realidad. Por si fuera poco, aparece en su vida Hugo, un consultor dispuesto a lo que sea para seducirla. ¿Podrá Abi retomar las riendas de su vida? ¿Está la felicidad donde realmente pensamos?
347 páginas impresas
Propietario de los derechos de autor
Bookwire
Publicación original
2019
Año de publicación
2019
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Opiniones

  • Danycompartió su opiniónhace 3 años
    👍Me gustó
    💞Romántico
    😄Divertido

    No es tanto una historia romántica sino una mujer que aprende de sus errores y pérdidas, que la hace valorar y retomar un rumbo perdidos hace años, madurar, darse su espacio y aprender a vivir al máximo cada día.

Citas

  • Danycompartió una citahace 3 años
    En­ten­dí que es­ta­mos he­chos de pa­sa­do, de ex­pe­rien­cias bue­nas y ma­las que no de­be­mos ne­gar por­que son par­te de lo que so­mos en el pre­sen­te.
  • Danycompartió una citahace 3 años
    Tan­tos años con­di­cio­nan­do mis de­ci­sio­nes a lo que hi­cie­ran los de­más po­dían ha­ber­me lle­va­do a no sa­ber qué que­ría de ver­dad.
  • Danycompartió una citahace 3 años
    CAPÍTULO DOCE

    Sie­te in­ten­sas ho­ras más tar­de lle­gué a mi apar­ta­men­to con los za­pa­tos de Sara en la mano. Para va­riar, tro­pe­cé con mi fel­pu­do.
    —¡Prin­ga­da! ¿No de­cías que tu no­vio te iba a lle­var le­jos y que me ibas a ti­rar a la ba­su­ra? —se bur­ló.
    Bueno, no se bur­ló, los fel­pu­dos no ha­blan, pero es­toy se­gu­ra de que lo pen­só. Cla­ro, que los fel­pu­dos tam­po­co pien­san, lue­go… ¿Em­pe­za­ba a vol­ver­me loca? Sí, era más que pro­ba­ble des­pués de lo que aca­ba­ba de vi­vir. A pe­sar de que la nota in­ter­na de Est­her fue la que me­nos vi­gen­cia tuvo en la his­to­ria de la in­tra­net de nues­tra em­pre­sa, los ru­mo­res se pro­pa­ga­ron igual que un vi­rus. Fue tal su ex­pan­sión, que in­clu­so lle­gó a al­gu­nos me­dios de co­mu­ni­ca­ción que, como era ha­bi­tual, en­ten­die­ron lo que les dio la gana y a pun­to es­tu­vo de pu­bli­car­se que Eve­Ca­re Es­pa­ña iba a des­pe­dir a la mi­tad de su plan­ti­lla. Sin em­bar­go, lo malo no fue aten­der la hor­da de lla­ma­das, ni dar un mi­llón de ex­pli­ca­cio­nes, ni aguan­tar los chis­tes que el res­to de de­par­ta­men­tos hi­cie­ron so­bre no­so­tros. Lo malo, lo real­men­te pe­li­gro­so, fue que Ar­man­do de­le­gó el cui­da­do de Hugo a Pe­dro, el co­chino en­vi­dio­so. Era el ma­yor gol­pe de efec­to que el jefe po­día dar­me, por dos mo­ti­vos: sa­bía que me do­le­ría y que mi lu­cha por el po­der con­tra Pe­dro se­ría en­car­ni­za­da.
    Pasé olím­pi­ca­men­te del fel­pu­do en aras de mi sa­lud men­tal, abrí la puer­ta de mi ho­gar y en­tré di­rec­ta en la mi­ni­co­ci­na. Rá­pi­da­men­te, lo­ca­li­cé lo jus­to para de­vo­rar un rico sánd­wich mix­to en de­cons­truc­ción. ¿Que cómo se de­vo­ra un rico sánd­wich mix­to en de­cons­truc­ción? Muy sen­ci­llo. Me comí por un lado el ja­món, por otro el que­so y por otro las re­ba­na­das de pan Bim­bo, tal era mi ham­bre. Des­pués, di por zan­ja­da la cena con otro ibu­pro­feno.
    Con el es­tó­ma­go en paz, me giré ha­cia el sa­lón-co­me­dor-dor­mi­to­rio-bi­blio­te­ca-sala de es­tar y se me cayó el alma a los pies. Aquel apar­ta­men­to era el tris­te re­fle­jo de mi si­tua­ción vi­tal. Al des­or­den cau­sa­do por la bús­que­da de­ses­pe­ra­da de algo que po­ner­me para mi su­pues­ta gran no­che con Ma­rio, Lo­re­to con­tri­bu­yó con su es­ca­so res­pe­to por lo bie­nes aje­nos cuan­do, dos días más tar­de, ha­bía ido a bus­car­me algo de ropa para po­der ir a tra­ba­jar.
    A pe­sar del can­san­cio, en un vano in­ten­to de arre­glar mi vida, me puse ma­nos a la obra. Col­gué en per­chas, do­blé, api­lé y aco­mo­dé to­das y cada una de mis pren­das. Eché de me­nos mi ga­bar­di­na roja, que ha­bía per­di­do para siem­pre. Ma­rio ha­bía re­gre­sa­do al res­tau­ran­te con ella en la mano y, des­pués, se la lle­vó. Me la ima­gi­né ti­ra­da en cual­quier con­te­ne­dor de ba­su­ra jun­to a diez años de re­cuer­dos, y me sen­tí fa­tal. Aun­que no tan mal como cuan­do es­ti­ré las sá­ba­nas de mi sofá-cama, dán­do­me cuen­ta de que ya nun­ca más vol­ve­ría a es­tar allí con Ma­rio.
    Mi or­de­na­dor apa­re­ció en­tre las sá­ba­nas. Se ha­bía que­da­do sin ba­te­ría des­pués de todo el fin de se­ma­na es­pe­ran­do que me de­ci­die­ra a con­ti­nuar con la bús­que­da de un cur­so para ha­blar en pú­bli­co. Ago­ta­da, lo puse a car­gar y, des­pués de du­char­me, in­ten­té eva­dir­me de la reali­dad vien­do la tele. Fue im­po­si­ble por­que todo me re­cor­da­ba a Ma­rio. Un pro­gra­ma de co­ches don­de sa­lía un de­por­ti­vo rojo, el fi­nal de una co­me­dia ro­mán­ti­ca que aca­ba­ba en boda, el te­le­dia­rio, un reality show, la te­le­tien­da y, lo que ya fue el col­mo, un do­cu­men­tal so­bre ani­ma­les que se apa­rean siem­pre con el mis­mo miem­bro de su es­pe­cie. Apa­gué la tele con ra­bia. ¿Qué cla­se de sa­bi­du­ría cruel re­gía una na­tu­ra­le­za ca­paz de dar­le un ma­ri­do a una ci­güe­ña an­tes que a mí?
    Me acer­qué a mi es­tan­te­ría y bus­qué de­ses­pe­ra­da en­tre mis li­bros de au­to­ayu­da un ali­vio, una va­ri­ta má­gi­ca para so­lu­cio­nar to­dos mis pro­ble­mas en solo cin­co pa­sos. Aca­ri­cié los lo­mos de aque­llas obras a las que ve­ne­ra­ba: Los hom­bres son del in­fierno y las mu­je­res del cie­lo, El hom­bre que pro­me­te, no se com­pro­me­te, Co­ci­na afro­di­sía­ca: Tu ca­mino ha­cia el ma­tri­mo­nio em­pie­za en SU es­tó­ma­go, Pin­ta a cual­quier bobo de azul y ten­drás a tu prín­ci­pe…
    «Dios mío», pen­sé dán­do­me cuen­ta de la mag­ni­tud de mi fra­ca­so. Ha­bía apli­ca­do to­dos y cada uno de los mé­to­dos ex­pues­tos en aque­llos li­bros con el úni­co ob­je­ti­vo de ha­cer fe­liz a Ma­rio y con­se­guir que me qui­sie­ra.
    Sa­cu­dí la ca­be­za para no pen­sar más en él. Ade­más, ¿qué ha­cía yo bus­can­do en­tre aque­llos tí­tu­los? Ya no ne­ce­si­ta­ba nin­gún con­se­jo que tu­vie­ra nada que ver con el amor. Esa par­te de mi vida ya no exis­tía. Solo me que­da­ba mi tra­ba­jo y, des­pués del fa­llo de Est­her y de que Ar­man­do me cas­ti­ga­ra de­jan­do que Pe­dro se hi­cie­ra car­go de Hugo… Sal­té como loca al es­tan­te don­de te­nía los li­bros de ges­tión de em­pre­sas y desa­rro­llo pro­fe­sio­nal: Lí­de­res do­mi­nan­tes con ta­cón de agu­ja (este li­bro fue una com­pra com­pul­si­va equi­vo­ca­da, por­que cuan­do lle­gué a casa me di cuen­ta de que era un tra­ta­do so­bre el sa­do­ma­so­quis­mo), ¿Ga­vio­ta o pin­güino? ¿Vue­las alto o te arras­tras?, Coge el que­so de los de­más y… ¡fún­de­lo!, Vi­sua­li­ce un fajo de bi­lle­tes y, cuan­do abra los ojos, ¡ea!, ahí es­ta­rá…
    Apa­gué las lu­ces y me fui a la cama.
    En el mis­mo ins­tan­te en que me que­dé dor­mi­da, me des­per­tó mi mó­vil.
    —¡Ma­rio! —ex­cla­mé ador­mi­la­da, bus­can­do el te­lé­fono a ma­no­ta­zos. No era él, por su­pues­to. Era Sara.
    —¿Sara?
    —¡Abi! ¡Cómo nos lo he­mos pa­sa­do con Hugo! —gri­tó.
    —Oye, es­ta­ba dor­mi­da.
    —Ay, lo sien­to. Bueno, ma­ña­na ha­bla­mos, pero de ver­dad, ¡qué hom­bre! Lis­to, ama­ble, su­per­edu­ca­do y gua­pí­si­mo.
    Lo sa­bía. Sara ha­bía caí­do en las re­des del flau­tis­ta de Ha­me­lin de las fé­mi­nas.
    —Oye, no me in­tere­sa, en se­rio. Es­toy muer­ta, me due­le la ca­be­za y ne­ce­si­to dor­mir —pro­tes­té.
    —¿Has sa­bi­do algo de Ma­rio?
    —No.
    —Me­jor.
    —¿Por qué? —pre­gun­té in­tri­ga­da.
    —Adiós.
    Y col­gó.
    Ahue­qué mi al­moha­da y vol­ví a ha­cer­me un ovi­llo con las sá­ba­nas. Mi mó­vil vol­vió a so­nar. Era Lo­re­to, se­gu­ro que me lla­ma­ba para ad­ver­tir­me so­bre los pe­li­gros que me ace­cha­ban por te­ner a Hugo cer­ca.
    —Hola —con­tes­té.
    —Abi, Hugo es alu­ci­nan­te —me dijo.
    —Sí, lo sé, no te­mas, ten­dré cui­da… Pe…, per…, ¿per­do­na?, ¿cómo has di­cho?
    —Que Hugo mola y, ade­más, es bue­na gen­te —con­fir­mó.
    ¿Alu­ci­nan­te? ¿Bue­na gen­te? ¿Mola? Lo­re­to la gó­ti­ca, la no­via de la os­cu­ri­dad, la he­re­de­ra le­gí­ti­ma del trono de Sa­tán, ¿ha­bía di­cho «bue­na gen­te»?
    —Lore, ¿es­tás se­gu­ra? —pre­gun­té. Has­ta me pe­lliz­qué una pier­na para ve­ri­fi­car que no se tra­ta­ba de Mor­feo gas­tán­do­me una de sus oní­ri­cas bro­mas.
    —Abi, ¿cuán­do me he equi­vo­ca­do con un tío?
    —Nun­ca, pero a mí me da que no es de fiar.
    —Nin­gún tío es de fiar, mema, pero este al me­nos ha pro­me­ti­do que cui­da­ría de ti.
    —¿De mí? ¿Por qué? —qui­se sa­ber, te­mién­do­me lo peor.
    —Le he­mos con­ta­do que te­nías un no­vio gi­li­po­llas, que este fin de se­ma­na te hizo algo ho­rri­ble que aún no nos has con­ta­do y que no sa­be­mos cómo ayu­dar­te.
    —Dime que me es­tás to­man­do el pelo —su­pli­qué in­cré­du­la.
    —Yo no tomo el pelo.
    —Lore, no me lo pue­do creer. ¿Me es­tás di­cien­do que le ha­béis con­ta­do mi ne­fas­ta vida sen­ti­men­tal a un tío que aca­bo de co­no­cer? —gri­té in­dig­na­da.
    —No dejó de ha­cer­nos pre­gun­tas so­bre ti en toda la co­mi­da, ¿qué que­rías que hi­cié­ra­mos?
    —¡Pues men­tir! —vo­ci­fe­ré—. Ocul­tar la ver­dad, sa­lir por pe­te­ne­ras… lo que sea para no de­jar­me en ri­dícu­lo.
    —No ha­bría co­la­do. No te ofen­das, pero pa­re­ce co­no­cer­te mu­cho me­jor que Ma­rio —afir­mó Lo­re­to con ro­tun­di­dad.
    —Bueno, eso po­dría de­cir­se has­ta del men­di­go —mur­mu­ré.
    —¿Qué men­di­go?
    —Ol­ví­da­lo, pen­sa­ba en alto —acla­ré.
    —Abi, pue­des ol­vi­dar a Ma­rio en tiem­po ré­cord lián­do­te con Hugo. Tú ve­rás lo que ha­ces —dijo.
    Y tam­bién col­gó.
    De­fi­ni­ti­va­men­te, aquel ha­bía sido el día más es­tram­bó­ti­co de toda mi vida, un día más para ol­vi­dar. Y en­ci­ma, no po­día lla­mar a Ma­rio, que siem­pre con­se­guía con­so­lar­me cuan­do me sen­tía su­pe­ra­da por la vida. Ce­rré los ojos e ima­gi­né que ha­blá­ba­mos por te­lé­fono:
    «Hola, gua­po», di­ría yo.
    «Hola, gua­pa. ¿Qué tal tu día?», di­ría él.
    «Ho­rri­ble. Mi no­vio me dejó sola y sin ga­bar­di­na, ten­go re­sa­ca, Est­her es ton­ta y Ar­man­do ha de­ja­do que Pe­dro, el co­chino en­vi­dio­so, se en­car­gue de Hugo».
    «No te preo­cu­pes, mi amor, tú va­les mu­cho, eres mu­cho más in­te­li­gen­te que Pe­dro y tu jefe lo sabe, pero tie­nes que ha­blar se­ria­men­te con Est­her, dar­le la vuel­ta al asun­to; y no te­mas, tu no­vio, que soy yo, vol­ve­rá arras­trán­do­se igual que un gu­sano para pe­dir­te per­dón, por­que eres una chi­ca lis­ta, ale­gre y di­ver­ti­da, y hay que es­tar real­men­te loco para no que­rer­te». Esto úl­ti­mo no te­nía nin­gún sen­ti­do, pero… ¿y qué? Mi ima­gi­na­ción te­nía per­mi­so para in­ven­tar lo que le die­ra la gana.
    «Bue­nas no­ches, Ma­rio».
    «Bue­nas no­ches, Abi».
    Aque­lla con­ver­sa­ción fic­ti­cia me con­so­ló un poco y ya iba a acu­rru­car­me de nue­vo en la cama cuan­do vol­vió a so­nar mi te­lé­fono. Era un nú­me­ro des­co­no­ci­do.
    —¿Sí? —con­tes­té an­sio­sa.
    —¿Abi? —O es­ta­ba ron­co, o no era Ma­rio.
    —¿Quién eres?
    —Soy Hugo.
    —¿Hugo? ¿Quién te ha dado mi nú­me­ro?
    —Tus ami­gas. Es­pe­ro que no te im­por­te. Son en­can­ta­do­ras.
    —Sí, al pa­re­cer, hoy todo el mun­do es en­can­ta­dor —iro­ni­cé.
    —Solo que­ría sa­ber cómo es­tás. Lo­re­to y Sara me con­ta­ron que aca­bas de pe­lear­te con tu no­vio y Sa­mant­ha me con­tó el pro­ble­ma que cau­só tu be­ca­ria.
    —Dios mío —mur­mu­ré. Trai­cio­na­da por mis ami­gas y pues­ta en evi­den­cia por mi ído­lo pro­fe­sio­nal. ¿Po­día ha­ber hu­mi­lla­ción más gran­de?
    Ajeno a mi lu­cha in­te­rior, Hugo pro­si­guió:
    —En par­te me sien­to cul­pa­ble de lo ocu­rri­do y por eso que­ría de­cir­te que si en al­gún mo­men­to dado sien­tes que te es­toy qui­tan­do de­ma­sia­do tiem­po o quie­res dar prio­ri­dad a tu tra­ba­jo, pue­des de­cír­me­lo con toda con­fian­za.
    —Vaya, gra­cias, Hugo.
    —Y en cuan­to a tu no­vio… —sus­pi­ró de­jan­do la fra­se en el aire.
    —¿En cuan­to a mi no­vio, qué? —pre­gun­té a la de­fen­si­va.
    —Creo que hay que es­tar muy loco para de­jar­te es­ca­par.
    —Oye, ¿es­tás flir­tean­do con­mi­go? Por­que no te va a fun­cio­nar —le dije muy mo­les­ta.
    —Sí, la ver­dad es que sí —re­co­no­ció con todo el des­ca­ro—. Lo sien­to, no lo pue­do evi­tar. Sé que aca­ba­mos de co­no­cer­nos pero tie­nes algo que me atrae. Es como si te co­no­cie­ra de otra vida. Ade­más, no eres como las de­más chi­cas.
    —¿Ah, no? ¿Y cómo soy? —lo reté.
    —Eres mu­cho más fuer­te de lo que crees. No hay más que ver la pa­sión que po­nes en todo lo que ha­ces.
    Pue­de que fue­ra el mo­men­to vi­tal en el que me en­con­tra­ba o pue­de que me es­tu­vie­ra di­cien­do jus­to lo que se su­po­ne que yo que­ría oír. En cual­quier caso, me des­ar­mó.
    —¿Tú crees? —mur­mu­ré con un hilo de voz.
    —Es­toy se­gu­ro, pero tran­qui­la, sé que aca­bas de ter­mi­nar una re­la­ción y en­tien­do que lo úl­ti­mo que ne­ce­si­tas es a un ton­to como yo de­trás de ti, por eso no voy a mo­les­tar­te —me ex­pli­có con tal ter­nu­ra, que es­tu­ve a pun­to de de­rre­tir­me. Lás­ti­ma que lo es­tro­pea­ra todo pun­tua­li­zan­do—: De mo­men­to.
    —¿De mo­men­to? Mira Hugo, acla­re­mos esto, ¿vale? Me han roto el co­ra­zón y po­si­ble­men­te ya no ten­ga arre­glo. El mal de amo­res es un lujo que no po­dré per­mi­tir­me ja­más, así que será me­jor que te bus­ques a otra para ju­gar con ella. Por ejem­plo, ¿qué te pa­re­ce Sa­mant­ha? —pro­pu­se en­fa­da­da.
    —¿Sa­mant­ha? No —dijo muy con­ven­ci­do.
    —Pues te que­das­te biz­co cuan­do la vis­te —le re­cri­mi­né.
    —Por­que me im­pre­sio­nó su atrac­ti­vo.
    —¡Pues a por ella!
    Aun­que Hugo se que­dó ca­lla­do un ins­tan­te, pude per­ci­bir su son­ri­sa a tra­vés del te­lé­fono.
    —Abi, no lo en­tien­des. Lle­ga un mo­men­to en la vida en el que apren­des a mi­rar con el co­ra­zón por­que lo que te im­por­ta no está a la vis­ta

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