En 1979, mientras trabajaba en el Instituto Goddard (NASA) en la ciudad de Nueva York, realicé observaciones de los restos gaseosos de explosiones de supernovas en luz de ondas milimétricas, usando una antena que estaba ubicada en el techo del edificio de Astronomía de la Universidad de Columbia (Puppin Hall). Era el mes de febrero y la temperatura había descendido a dieciséis grados bajo cero. El cielo estaba cubierto, completamente gris, lo que significaba que había que dar por perdida esa noche, ya que ni la luz de la Luna llena podría atravesar esa gruesa capa de nubes. Así pensé, acostumbrada a trabajar con luz visual. Pero lo que ocurrió fue que con ese frío las nubes eran de hielo, no de vapor de agua, y por lo tanto eran absolutamente transparentes a las ondas milimétricas,
¡era como ver estrellas en una noche despejada!