Camposanto

Uno pensaría que los asesinos recuerdan dónde enterraron a sus víctimas, pero el olvido no siempre distingue lo nimio de lo importante

Más terrible que perder una certeza, es darse cuenta de que jamás se ha tenido alguna y que uno ha llenado sus días de gestos inútiles como pantomimas.

da rabia este cuerpo que no se resigna a vivir sin que lo toquen.

Ya casi he perdido mi pasado reciente, el de los días y las semanas anteriores y pronto habré olvidado mi historia personal, quién soy, cómo moverme en mi casa y hacerme cargo de mí misma. Un día mi cuerpo olvidará las claves de la vida (no sabrá cómo se come, cómo se respira, cómo librarse de sus desechos) y se irá apagando hasta la muerte.

No recuerdo a mi madre, ni su cara ni el tono de su voz. Solo recuerdo que era bueno estar cerca de ella, parecido a la alegría de oler el pan cuando se hornea.

Nunca nos escribimos porque nos avergonzábamos demasiado de nuestras emociones como para dejarlas por escrito.

Es triste esa constatación de que en las relaciones con los otros “lo mejor que pude” nunca fue lo mejor. De que el amor no es suficiente.

Soy. Todavía no he perdido ningún recuerdo esencial. Los repaso todos los días como si contara monedas.

Ahora, como con los paisajes, solo recuerdo el sentimiento o el color predominante: el estallido de la luz o la penumbra, la alegría o el miedo. Recuerdo objetos y a partir de ellos recompongo láminas a la manera de cuadros en una exposición.

Oigo la risa de bebé de Amalia y daría todos los sonidos del mundo a cambio de ese.