A ella le gustaba, le gustaban las ruinas abandonadas, le gustaban los monasterios donde se cultiva en silencio la creatividad, le gustaban los místicos y los visionarios, los primeros textos religiosos, le gustaban las mujeres que iban ganando importancia a lo largo de esos siglos amorfos y embrionarios, le gustaban los cimientos —lo personal— sobre los que ahora teníamos que dirimir las cuestiones de justicia y de creencias, a falta de esa gran civilización administradora.