Decime (Robin Myers, en voces de la autora y Claudia Masín)

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Si hay algo que logré entender, desde el principio y sin que nadie me explicara,

entre las muchas cosas que se me escaparon, es que las palabras son peligrosas. Quizá

no siempre entrañen un peligro semejante al de subirse a la vuelta al mundo sin bajar la barra

de seguridad, o bajar a buscar una carta a las vías del tren, o tragar vidrio, aunque podrían:

no, el riesgo de las palabras era para mí como el de comer huevo crudo en la preparación

de la torta, contra lo cual me previnieron desde la infancia; la amenaza de enfermarse,

verdadera, documentada, incuestionablemente desagradable, pero infrecuente, y poca cosa

comparada con la alegría de meter el dedo en algo sin terminar.

Pensaba las palabras no en términos de lo que podían hacer, sino más bien en el sentido

de que esa posibilidad era su ser: la cachetada que nunca recibí ni di,

la boca de alguien en un punto impreciso sobre el esternón antes de ser provocada

o autorizada, el hecho de que el dolor siempre me haya dado infinitamente más miedo

que la muerte. Quería que las palabras fueran no la descripción del mar en su tormento

o en su calma, la idéntica acritud de las espinas de la zarzamora y su jugo, el llanto de mamá

al escuchar a Bach, sino el anuncio de su presencia, un testimonio, la única

manera de participar en lo que se ve. Y tenía tal necesidad de las palabras

que me enojaba, creo, hacía brotar y florecer mis ansias, con dieciocho años

y en otro país y con un hombre cuyo idioma no era el mío,

no por completo, no en absoluto; un idioma en cuya parte baja de la espalda sólo podía

apoyar la mano como él apoyaba la suya en la mía. Cuando me frustraba, cuando me llevaba

las manos, en un revoloteo, a la cara, y encontraba mi pelo y mi cara con mis propias palabras

y decía, usando otras, Hay tantas cosas que no sé decir,

él me decía, Decímelo en tu idioma, entonces, y yo entendía que él entendía las palabras igual que yo.

Le hablaba con las luces apagadas. Le hablaba a esa luz que estaba apagada,

le hablaba al oído y a su hombro y a sus ojos, al bulto en la oscuridad

de esa persona que no entendía nada de lo que había dicho y por eso lo aceptaba por completo.

Y cuando yo dejaba de hablar, él asentía: un movimiento cuidadoso, casi solemne, que mandaba una corriente aún más poderosa de gratitud y angustia por mis capilares que si él

hubiera dicho algo, si hubiera intentado dar cuenta de cualquier otra manera

de lo que significa tratar de zanjar una distancia no menos enorme porque la hubiéramos

inventado y mantenido nosotros, palabra por palabra y minuto a minuto; querer tocar

lo que no podemos ver, con tacto verdadero y confianza verdadera, con las manos fuertes

y calientes de lo que decimos.
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Año de publicación
2020
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