Se trata, en definitiva, de una ventana a la infinitud del tiempo, o, lo que es lo mismo, a nuestra propia insignificancia en él. Eso es lo que quizá explique el pavor ante las tardes solitarias y mortecinas, o la fascinación con que uno observa a veces el polvo en un rayo de sol, y se oye de fondo el tictac de algún reloj; el día es tórrido, y la fuerza de voluntad se halla bajo mínimos.