Esperó largamente, en el silencio, sin moverse. Después, con lentitud, se quitó el paño mojado de los ojos. No había ya luz apenas en la habitación. No había nadie a su lado. Se levantó, cogió la túnica que yacía doblada en el suelo, se la echó por los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó ante su estera y se acostó. Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó.