En la Edad Media, los criterios para determinar la verdad de un pensamiento o un mandato eran principalmente tres: la evidencia percibida de manera inmediata (lo veo o lo siento así); pertenecer a una tradición debidamente acreditada y respetada; y cuando dicha proposición era formulada por una autoridad moral, religiosa o científica competente. Si ninguno de los tres criterios estaba presentes a la hora de discutir o discrepar, los argumentos en contra perdían fuerza y credibilidad