Tu suegra lanza halagos al viento. Siente que debe decir cosas amables, pero superficiales, por default: estás linda —cuando es obvio que no—, qué lindos zapatos —los mismos de siempre—, qué lindo peinado —un moño descuidado—. Antes te examina con ojos de lince de pies a cabeza, frunciendo la nariz. Luego larga esas frases que se evaporan con su aliento. Para ella lo lindo es algo que está dado por cierto, sin importar a quién se lo endilgue, lo que demuestra una fabulosa falta de conciencia del otro, un egoísmo extremo, una violencia flagrante. La ves con su sonrisa amable y sus mejillas sonrojadas y te dices: podría empuñar un arma y volarle los sesos a alguien.

El enojo te hace llorar. Ya no hace falta ninguna mediación.