Había amado a Kitty; siempre la amaría. Pero había vivido con ella una especie de extraña vida a medias, escondiéndome de mi auténtico ser. Desde entonces me había negado a amar totalmente, me había convertido –o eso creía– en una persona inmune a la pasión, que sonsacaba a otros secretas y humillantes confesiones de lascivia, pero sin ofrecer nunca la mía.