Podían entender el miedo, hasta cierto punto. El miedo a la captura, a la muerte. Pero no el miedo a la soledad, al propio temperamento, a la locura. El constante y crónico miedo de lo que su presencia podría suponer para ellos. Y si en algún instante valoraban ese riesgo, enseguida lo escondían tras la despreocupada presunción de la inmortalidad que cabía esperar de cualquier chico de su edad.