Pero, por supuesto, no olvidé la India. Cuanto más apretaba el frío, con mayor gusto pensaba en la calurosa Kerala; cuanto antes se hacía oscuro, tanto más nítida volvía la imagen de las deslumbrantes puestas de sol en Cachemira. El mundo ya no era inequívocamente gélido y nevado, sino que se había desdoblado, diversificado: al mismo tiempo era gélido y tórrido, cubierto por un blanco manto de nieve y verde, rebosante de flores.