Sin embargo, el pobre hombre despedazado no quería darse por vencido. Aún brillaban en sus ojos algunas resoluciones en medio de su tribulación. «Estoy dejando de ser yo mismo –se decía–. Estoy siendo otro, pero este cambio no me enriquece; siento, al contrario, que me voy empobreciendo día a día. Esto no puede seguir así. Es preciso que vuelva a mi vida habitual. No debo seguir viviendo en esta absoluta soledad. Soy un ser antisocial. Bueno. Hay que dejar de serlo. Todos mis males vienen de que vivo encerrado, pensando, dando vuelta mil cosas en la cabeza, rumiando ideas, frases, palabras, y sin hacer nada. Pensar y no obrar es tener el cerebro vivo y el cuerpo muerto, es, por lo tanto, vivir sobre un cadáver, envenenado por su podredumbre y envenenando a todos los que nos rodean».