Desde mi más tierna infancia ya era consciente del gran contraste que había entre el cariño alegre y pacífico de mi madre y los altibajos de la vida emocional de mi padre, y esto alimentó en mí, mucho antes de que fuera lo suficientemente mayor como para darle un nombre, una cierta desconfianza o aversión a las emociones como algo desapacible, violento e, incluso, peligroso.