Desde que te conozco, m e siento m ás vivo.
Le recorro el labio inferior con el dedo. Quiero besarla, con fuerza. Hacer que olvide lo ocurrido, deslum brarla, excitarla… Sé que puedo. Sin em bargo, algo m e frena: su expresión dolida y recelosa. ¿Querrá que la bese un m onstruo?
Tal vez m e rechace, y no sé si podría soportarlo. Sus palabras m e atorm entan, hurgan en un recuerdo oscuro y reprim ido del pasado.
« Eres un m aldito hij o de puta» .
—Yo tam bién —dice—. Me he enam orado de ti, Christian.
Recuerdo cuando Carrick m e enseñó a tirarm e de cabeza. Yo m e agarraba con los dedos de los pies al borde de la piscina m ientras arqueaba el cuerpo para lanzarm e al agua… y ahora estoy cay endo una vez m ás, en el abism o, a cám ara lenta.
No puede tener esos sentim ientos por m í.
Por m í no. ¡No!
Y siento que m e falta el aire, asfixiado por sus palabras, que m e oprim en el pecho con su peso im placable. Sigo cay endo y cay endo, y la oscuridad m e acoge en sus brazos. No las oigo. No puedo enfrentarm e a ellas. No sabe lo que dice, no sabe con quién está tratando… con qué está tratando.
—No. —Mi voz sale teñida de dolorosa incredulidad—. No puedes quererm e, Ana. No… es un error.
Tengo que sacarla de su error. No puede querer a un m onstruo. No puede querer a un m aldito hij o de puta. Tiene que m archarse, alej arse de m í, y de pronto lo veo todo claro. Es com o una revelación: y o no puedo hacerla feliz. No puedo ser lo que ella necesita. No puedo dej ar que lo nuestro siga adelante. Tiene que acabar. Nunca debería haber em pezado