Mil millones de años hasta el fin del mundo

No conviene precipitarse», decía. «Aún quedan mil millones de años hasta el fin del mundo», decía. «En mil millones de años hay tiempo para hacer muchas cosas, muchísimas cosas, si no nos rendimos y somos conscientes, si somos conscientes y no nos rendimos».

Experimentaba una rara satisfacción, un tanto sombría; estaba orgulloso de mí mismo y me respetaba a mí mismo. Pensaba que debía sentirme como un soldado al que dejan con una ametralladora para cubrir la retirada de sus camaradas: él, y sólo él, sabe que va a quedarse allí para siempre, que nunca va a volver a ver nada que no sea aquel barrizal, aquellas figuras en uniforme enemigo corriendo de un lado para otro y aquel cielo bajo y deprimente, como también sabe que eso es lo correcto, que no puede ser de otro modo, y se enorgullece.

¡Maliánov, D. A., versus el Orbe Homeostático! No llega a ser siquiera ni un bicho debajo de un ladrillo. Ni un virus en el centro del Sol…

Tú eres astrónomo –prosiguió en tono de reproche–. Deberías conocer la paradoja fundamental de la xenología…
–Sí, la conozco –dije–. Es altamente probable que toda civilización, en su desarrollo…
–Etcétera –me cortó–. Tendríamos que observar, inevitablemente, las huellas de su actividad, pero no las observamos. ¿Por qué? Porque no hay supercivilizaciones. Porque la transformación de una civilización en una supercivilización, por alguna razón, no se produce.
–Ya, claro –dije–. La razón se destruye a sí misma en el curso de las guerras nucleares. Todas esas bobadas.

Entonces, padre, ¿cómo pretendes explicar acontecimientos fantásticos sin recurrir a hipótesis fantásticas?

Date cuenta de que, para llevar a cabo tu programa, seguramente haría falta alguna clase de humanidad, pero no la nuestra, no la de la Tierra, me refiero. La nuestra nunca creería en algo así. ¿Sabes cuándo creerá en una supercivilización? Cuando esa supercivilización descienda hasta nosotros y en un vuelo rasante nos fría a bombas. Sólo entonces creeremos, sólo entonces nos uniremos, y aun así es posible que no sea de inmediato. Es posible que antes, en un arrebato de cólera, nos bombardeemos entre nosotros.

No podíamos mirar a la muerte a la cara, nos vendaron los ojos y nos llevaron ante ella

De la absurda noche anterior le había quedado únicamente un ligero zumbido en la cabeza, un regusto metálico en la boca y una molesta espina clavada en el alma, o en el corazón, o sólo Dios sabe dónde. Estaba empezando a analizar qué clase de astilla era

Un manuscrito hallado
en extrañas circunstancias