El Támesis corta en dos la ciudad, como un amplio camino. A cada lado de él, se distinguían fantasmalmente entre la bruma las moles sombrías de los edificios: las cúpulas recubiertas de hollín, las torres oscuras, y las gigantescas y vaporosas agujas de piedra apuntaban al cielo hasta perderse en medio de la niebla.
Por debajo de mí veía circular en remolinos las aguas frías del río, que corrían hacia el mar entre oleadas de espuma, chocando contra los pilares del puente y produciendo un sordo eco bajo las arcadas, que proyectaban negras sombras sobre el centellear de las ondas.
En medio de esta sombras agitadas y mágicas, creía distinguir una miríada de espíritus enloquecidos que se desplazaban por todas partes, deslizándose como anguilas, guiñándome el ojo, encogiéndose y girando sobre sí mismos, invitándome a gustar el reposo de las sombras del Leteo.