Walter Pater

Leonardo Da Vinci

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Su vida tiene tres divisiones: treinta años en Florencia, casi veinte en Milán y luego diecinueve años en los que deambuló hasta detenerse a descansar, bajo la protección de Francisco I, en el Château de Cloux, El deshonor de la ilegitimidad se cierne sobre su nacimiento. Piero Antonio, su padre, pertenecía a una casa noble florentina, da Vinci, en el Val d’Arno, y Leonardo, criado con esmero junto con los hijos legítimos de esa casa, fue el hijo amado durante su juventud, con esa naturaleza irresistible, vehemente, que a menudo tienen dichos niños. Lo vemos en su niñez fascinando a todos los hombres por su belleza física, improvisando música y canciones, comprando aves enjauladas y dejándolas en libertad; mientras caminaba por las calles de Florencia era un admirador de los atuendos relucientes y excéntricos, y de los caballos briosos. Desde sus primeros años diseñó varios objetos y construyó modelos en relieve; Vasari menciona algunos en los que aparecen mujeres sonriendo. Su padre, sopesando lo que prometía ser el niño, lo llevó al taller de Andrea del Verrochio, quien en ese entonces era el artista más famoso en Florencia. Hermosos objetos yacían ahí: relicarios, píxides, imágenes de plata para la capilla del papa en Roma, extrañas obras decorativas de la Edad Media; Verrochio mantenía la extraña compañía de algunos fragmentos de la Antigüedad descubiertos recientemente. Leonardo pudo haber visto a otro estudiante ahí, un joven por cuya alma habían pasado la suave luz y las ilusiones etéreas de los atardeceres italianos, y que en días posteriores sería conocido como el famoso Perugino. Verrochio era el tipo de artista florentino de la época temprana: escultor, pintor y trabajador de metales, todo en uno; diseñador, no sólo de pinturas, sino de todos los objetos para uso sagrado o casero, de vasijas para beber, armarios, instrumentos de música; todos los hacía bellos a la vista llenando las formas ordinarias de la vida con la reflexión de algún brillo lejano; y años de paciencia refinaron su mano hasta que otros iban a buscar su trabajo desde lugares distantes. Sucedió que a Verrochio lo emplearon los hermanos de Vallombrosa para pintar el bautismo de Cristo, y a Leonardo se le permitió terminar un ángel en el ángulo izquierdo. Fue uno de esos momentos en que el progreso de algo grande –en este caso, el arte de Italia— presionó fuertemente sobre la felicidad de un individuo, a través de cuya desesperanza y merma, la humanidad, en personas más afortunadas, da un paso más próximo a su éxito final. Debajo del alegre exterior del artesano bien pagado, que busca prendedores para la capa de Santa María Novella o que tuerce las láminas de metal para las tumbas de los Médici, se encuentra el deseo ambicioso de expandir el destino del arte italiano para un conocimiento mayor y para una profundización de las cosas. Un propósito en el arte que no difiere del propósito aún inconsciente de Leonardo; y a menudo, en el modelado de la vestimenta, o de un brazo levantándose, o del cabello peinado hacia atrás, le llegaba algo de la libertad y la riqueza de una edad posterior. Pero en este Bautismo el alumno había sobrepasado al maestro, y Verrochio se alejó como un hombre aturdido, como si su afable trabajo anterior ahora le fuera desagradable por el reluciente y animado ángel que había surgido de la mano de Leonardo.
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