Pero dentro de mí conviven dos almas, la persona y el escritor. La persona encara las cosas de una manera, el escritor de otra.
El escritor es curioso, morboso. Se fija en los detalles, lo registra todo. Cuando está al borde del abismo quiere asomarse, no ponerse a salvo. El horror lo atrae. Se siente cobaya y testimonio.
Almacena la historia. La plasma, la trabaja. Vuelve a ella obsesivamente. La conserva.
Si algo he aprendido sobre mí mismo, a propósito de la escritura, es que necesito tiempo. Tengo que interponer una distancia emocional entre mi persona y las cosas. Después de escribir una historia tengo que guardarla en un cajón durante un tiempo antes de releerla y sopesar si realmente tiene sentido, si tiene valor. Cuando escribo acerca de mí mismo, de mis experiencias, tengo que esperar meses, años, para poder enfrentarme a lo escrito con la debida distancia, con la objetividad necesaria.
Era inevitable que contase mi infierno portátil, el que llevo a cuestas desde entonces, pero calibrar la distancia emocional adecuada ha sido más difícil de lo previsto.
De ahí que no tenga una respuesta, sino infinitas.