El sonido del viento que acaricia las hojas es el ritornelo que recorre estos relatos de González Sainz. Y susurra acerca de la vida y la muerte, del inexorable paso del tiempo o el ajuste de las cuentas de una vida, pero también de la sensualidad de los cuerpos y el enigma del deseo. El motivo sonoro puede acompañar el lento caminar de dos ancianos que se enfrentan a la crueldad de un joven de insultante belleza, o asemejarse al siseo de la puerta giratoria de un viejo café, donde unos niños entran y salen, un hombre observa y descifra la secreta belleza de una mujer, y otro anuncia su próxima muerte a sus amigos de toda la vida. O asociarse al goce de una niña que sopla pompas de jabón en el pretil de un puente e ignora a su madre que la mira con los ojos del miedo… Otras veces, lo que trae el viento que agita el follaje es la seductora sonrisa de una vendedora de helados, los vericuetos de la vida conyugal, el sabor a limón del amor. O la inasible imagen de una mujer detrás de un escaparate ante el que uno de los narradores pasa obsesivamente cada día para verla, para contemplar ese cuerpo no sabe si escultórico o quitahípos o quitaaliento. Y para mirar a los que la miran. «Nos precipitamos», reflexiona uno de los narradores del libro, «al abismo de las imágenes y los relatos.» Y es allí donde mirar, imaginar, desear y, cómo no, contar, establecen una fecunda relación, donde el enigmático susurro de hojas y palabras se convierte en ese murmullo –¿indescifrable?— en el que reverbera el misterio de nuestra condición. Literatura para leer lentamente, para saborear y meditar, para prestar atención desde lo que se dice a lo que se vive y viceversa, literatura para acompañar nuestras vidas con la vida de nuestras palabras hasta allí donde unas y otras declinan, callan. «González Sainz es un narrador excepcional y un maestro del idioma que se prodiga menos de lo que sería deseable» (Jon Juaristi, ABC).