No busquemos en nuestro arte un soplo de amplio y dulce humanismo, una vibración íntima por el dolor universal, una ternura, una delicadeza, un consuelo sosegador y confortante. Acaso lo más íntimo y confortador de toda nuestra literatura es la maravillosa epístola de Fernández de Andrada, y su lectura deja en el ánimo la impresión del más amargo pesimismo.