Los arquetipos sólo son efectivos si suscitan en nosotros una fecunda mezcla de identificación y desasosiego. Quienes venden su alma al diablo a cambio de un imposible, como Fausto, o quienes se debaten en una encerrona ética entre la acción o el olvido, como Hamlet, obtienen gracias a esa mezcla su legitimidad como arquetipos, e invariablemente celebramos a los autores que tuvieron la genialidad de darles vida e incorporarlos a nuestro imaginario colectivo para, a través de ellos, reflexionar sobre nuestras propias paradojas.