Según Juan de Patmos, el cuarto jinete del Apocalipsis vendrá montado en un caballo bayo; su nombre será Mortandad y le acompañará el Infierno. Pareció cumplirse así en 1348, cuando la peste bubónica mató a más de un tercio de la población europea.
Esta novela nos sumerge con inaudito realismo en aquel momento terrible. Vemos a los frailes dirigir doloridas preguntas a Dios, a los fanáticos flagelantes culpar de todo a los judíos, a pecadores sanos o moribundos clamar su arrepentimiento. En un París desolado, los niños huérfanos mendigan y roban para sobrevivir, los sepultureros cristianos y los judíos de la Hevra Kadisha se apresuran en su fúnebre y multiplicada tarea, mientras otros, rebosantes aún de vitalidad, se entregan al disfrute sin pérdida de tiempo o intentan vanamente huir de la epidemia. Y están los que procuran paliar el sufrimiento y la soledad de los incurables: las monja enfermeras y Abu Alí Ibn Mohamed de Ronda, médico sabio y compasivo disfrazado como Pedro de Hispania, y su joven discípulo, cuyo aprendizaje de la compasión será una ardua conquista del alma.
Con una erudición discreta pero asombrosa, Verónica Murguía otorga poderosa vida al horizonte espiritual de finales de la Edad Media, pero también a la atmósfera, los enseres, prendas y muebles, y hasta al color, la textura, el olor de aquel mundo lejano, vuelto próximo en la consoladora belleza de estas páginas.