Un hombre se propone familiarizarse con el espacio que habita. Mientras observa el movimiento a su alrededor, lee, acumula citas y toma apuntes. Escritores, filósofos, artistas, la historia del arte y la cultura. Crea, con pocos elementos, una especie de teatro de cámara con dos personajes, el Protagonista y el Lector, y una playa o un cementerio como escenarios posibles.
Ese es el relato aparente de esta novela, su engañosa superficie. A poco de avanzar, las citas y los apuntes nos van asomando a un universo en el que debemos desplazarnos como en el tablero de un juego misterioso, tal vez genial, cuyas piezas son la vida, la muerte, el amor, el suicidio, la enfermedad, el arte como juego, el arte como extrema experiencia vital.
David Markson, quien debutó en la década del sesenta como uno de los más avezados narradores de género —policial, western—, encontró en los últimos años de su vida la clave única de un proyecto narrativo sorprendente por la sencillez de sus recursos y admirable por su alcance y profundidad.