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Lindsey Fitzharris

El reconstructor de caras

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    Luego le cortó [a Jock] un trozo de piel del pecho, le dio la vuelta, lo cosió y lo fue modelando hasta que tuvo la forma adecuada. Después le puso dientes postizos y, cuando terminó, Jock podía comer lo que quisiera y nadie habría dicho que le pasara nada.
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    Sin el uso de injertos óseos, los intentos de cerrar heridas faciales solían resultar en la deformación grave de la cara, lo que no solo era desagradable, sino que podía interferir en la capacidad del paciente para hablar o comer.
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    Los injertos óseos no se extendieron hasta el descubrimiento de la anestesia y los avances en antisepsia del siglo XIX. En esa época, los cirujanos comenzaron a experimentar con autoinjertos, en los que se extraía hueso de una parte del cuerpo del paciente para transferirlo a otra.
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    La Iglesia consideró «anticristiana» la intervención y excomulgó al soldado. Cuando el hombre pidió que se revirtiera el procedimiento, el cirujano descubrió que había crecido hueso natural alrededor del injerto y no podía volver a extraerse.
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    137]

    Gillies, que estaba más interesado en el trabajo de Valadier que en su vestuario, presenció sus primeros ensayos con injertos óseos, consistentes en el trasplante de trozos de hueso. Los injertos no eran ninguna novedad en la historia de la medicina. El primero en detallar este tipo de intervención fue el cirujano neerlandés Job van Meekeren, que en 1668 documentó el caso de un cirujano ruso que reparó el defecto en el cráneo de un soldado implantándole un fragmento de hueso de perro.
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    la guerra civil fue Gurdon Buck,
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    Los primeros intentos sistemáticos de reconstruir grandes secciones del rostro llegaron con la guerra civil estadounidense, en parte por los terribles daños causados por un nuevo tipo de munición: la bala cónica. Conocida como «bala minié», este proyectil se aplastaba y deformaba con el impacto, causando así la máxima destrucción.
  • Miguel Ángel Vidaurrecompartió una citahace 3 días
    El campo de batalla era un caldo de cultivo ideal para los patógenos, hasta tal punto que el médico australiano Arthur Graham Butler habló de «una guerra de infección fecal: estreptococos y anaerobios».
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    dos jeringas llenas de una solución de cocaína», un anestésico dental de uso habitual en ese momento.
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    La dieta monótona y la falta de higiene bucal también causaban una dolorosa gingivitis ulcerosa necrotizante aguda, conocida comúnmente como «boca de trinchera».
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